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En el principio fue Martí o Cómo perdí mi virginidad

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José Martí tuvo que ver desde con el inicio de mis rebeldías cívicas de adolescente hasta con mi primera relación sexual, así que ya podrán imaginar qué singular mezcla de sentimientos representa para mí el ideario del más grande patriota y humanista cubano, cuyo natalicio 160 celebramos este 28 de enero.

Quienes comenzaron conmigo la aventura de esta bitácora, recordarán que la inauguré precisamente con aquella historia de cómo empecé a leer a Martí por —de manera literal— un accidente… de tránsito, cuando en noveno grado me atropelló un auto.

También en otra ocasión en que confesé mi cleptomanía bibliófila, hice referencia al emotivo episodio de cómo adquirí con los ahorros de mi mesada paterna los 28 tomos de sus obras completas mientras estudiaba en el preuniversitario.

Cuando joven hice cientos de fichas que recogen la localización en las obras completas de pensamientos martianos según una clasificación que me inventé. En la imagen, algunas tarjetas de la categoría Cualidades revolucionarias.

Cuando joven hice cientos de fichas que recogen la localización en las obras completas de pensamientos martianos según una clasificación que me inventé. En la imagen, algunas tarjetas de la categoría Cualidades revolucionarias.

Todavía no conté, me parece, sobre la lectura metódica que durante  mis años juveniles hice de los escritos martianos, y del tarjetero de referencias que me impuse elaborar, con pensamientos y frases que agrupaba bajo categorías como Conceptos, Cualidades revolucionarias, Estrategia, Situación de Cuba, Figuras, Otros aspectos…

Cientos de fichas con estas citas bibliográficas en una letra menuda que pretendía ser lo más clara posible, todavía andan por mi casa en una bolsa de nylon, dentro de una caja donde archivo la vieja papelería.

En esa época de mis desesperados amores platónicos heterosexuales, no puedo olvidar que memoricé el fragmento introductorio de un ensayo de Emilio Roig de Leuchsenring, que todavía puedo transcribir de memoria: “El pensamiento de Martí es siempre iluminador. En él, el triste y el afligido encuentran consuelo; el desesperado, esperanza; el escéptico y el descreído, confianza y fe…”

Romántico empedernido, me identificaba literariamente con las cinco condiciones espirituales que describía en aquella cita el Historiador de La Habana, de modo que para aquel joven impresionable e hipersensible que yo era, el Héroe Nacional fue como mi Apóstol particular —como tal vez algunos sepan, por la época de los 80 y quizás desde antes, había quienes no simpatizaban demasiado con ese apelativo por el origen religioso que le hallaban al término—.

La foto que hice en la tumba de Martí cuando la visité por primera vez en 1989.

La foto que hice en la tumba de Martí cuando la visité por primera vez en 1989.

Pero Martí nunca fue solo para mí lectura y contemplación, a pesar de mis poses byronianas durante la adolescencia. Hay dos anécdotas que me causaron una honda impresión, a partir de la combatividad que yo mismo comencé a exigirme para ser consecuente con aquel paradigma libremente escogido.

La primera aconteció cuando en una visita a la Casita de Martí en la calle Paula, descubrí que justo en la esquina, casi frente al museo, había por esa época una cantina o bar de mala muerte, que daba muy mal aspecto al lugar.

Con una pequeña cámara fotográfica soviética que era de mi hermano hice unas imágenes muy rudimentarias del lugar y las envíe a la revista Bohemia, junto con un texto que seguramente debió ser muy apasionado, porque para mi sorpresa y júbilo, poco tiempo después me respondieron de la redacción, con la promesa de alguna autoridad local de que cerrarían la lúgubre taberna. Y efectivamente, así fue.

La otra experiencia ocurrió con la Policía, durante el viaje de regreso de una excursión con mis padres a la playa de Jibacoa, en la provincia aledaña a la capital. A la altura de Santa Cruz del Norte, unos muchachos abordaron el ómnibus repleto por la ventanilla en una muestra de desesperación e indisciplina social.

Instantes después una patrulla interceptó el vehículo, y al conducir a los jóvenes, supongo que para multarlos en la estación, los agentes les obligaron—en una forma grosera y abusiva— a bajar ¡por donde mismo habían subido!

La indignación que sentí ese día por aquel atropello policial frente a todos los pasajeros fue tan grande, que escribí una queja virulenta no sé a cuál periódico o revista. Y otra vez surtió efecto.

Semanas más tarde me citaron a la jefatura de la Policía de aquel lejano municipio, para  una entrevista. Mi madre me acompañó, pues yo era solo un menor de edad. Por supuesto, no tenía en mi poder ninguna identificación de los oficiales o de las víctimas, ni más datos que la fecha, la hora aproximada y mi versión de los hechos, así que solo recibí un buen trato, una atención formal a la queja, supongo que para responderle al órgano de prensa.

Fue mi estreno en un conflicto con las autoridades policiales, y estaba muy lejos de sospechar que no sería el último.

Pero sigamos con el motivo principal de esta crónica. Luego al ingresar en la Universidad, casi desde el inicio pude comenzar a realizar mi sueño de adentrarme en la profesión que tal vez con mayor persistencia ejerció Martí durante casi toda su vida: la de periodista.

Ya en las vacaciones del primer año tuve la oportunidad, como si cumpliera una promesa de peregrino, de visitar el Cementerio de Santa Ifigenia durante un viaje iniciático a Santiago de Cuba. Como resultado, entre octubre y noviembre de 1989 publiqué una serie de crónicas en el periódico Trabajadores —todavía un diario en aquel entonces—, donde con ese auténtico candor no exento de afectación que caracteriza la exaltación típica del principiante, describía algunas de mis impresiones:

La crónica de la visita al Cementerio de Santa Ifigenia que publiqué en Trabajadores el 21 de noviembre de 1989.

La crónica de la visita al Cementerio de Santa Ifigenia y al Mausoleo del II Frente Oriental Frank País que publiqué en Trabajadores el 21 de noviembre de 1989.

“Pero por más que pretendí, ya frente a su tumba, experimentar una mayor cercanía al héroe que guió y guía a todas las generaciones de cubanos y que, en el plano más personal, me ayudó con su obra a definir mi vocación por el periodismo, solo pude lograr un sincero y respetuoso silencio. La proximidad a Martí, sin duda, hay que buscarla en el estudio, comprensión y puesta en práctica de sus ideas.”

Para cerrar, no podría dejar de contarles cómo perdí mi virginidad gracias a Martí.

Lo anuncié hace ya casi dos años, pero después con la vorágine del activismo nunca completé todos los detalles de ese pasaje tan íntimo.

Sucedió durante uno de los Encuentros Juveniles de Estudios Martianos en los cuales comencé a participar cuando estudiaba en la Escuela Vocacional Lenin y donde me vi —también por primera vez y en más de una oportunidad—en la obligación de exponer y hablar ante un público desconocido, para así comenzar a perder algo de ese miedo escénico que como reconocí en cierta ocasión, todavía no acabo de superar del todo.

Aquellas citas competitivas de conocimientos las organizaba de manera periódica —cada dos años, creo— la Unión de Jóvenes Comunistas, y los ponentes avanzábamos desde las escuelas o centros de trabajo hasta los niveles del municipio, la provincia, y finalmente, la nación.

Aquel año, no puedo precisar si todavía estaba en el preuniversitario o ya cursaba la carrera, mi trabajo lo seleccionaron para el encuentro nacional, que tuvo lugar en la oriental provincia de Granma. Ello me permitió conocer, además, el Monumento en Dos Ríos que fija el lugar donde José Martí, el Héroe Nacional, el Maestro, el Apóstol, cayó en combate.

Y fue a unas pocas decenas de kilómetros de allí, en el hotel Sierra Maestra de la ciudad de Bayamo, donde en otra desigual y confusa batalla durante la última noche de nuestra estancia, alguien abatió mi también heroica, magistral y  apostólica inocencia sexual que duraba ya entre 18 o 20 años.

Tal épico suceso transcurrió, además, en medio de una ruda y hasta sangrienta emboscada que me tendió cierta muchacha mucho mayor que yo y de cuyo nombre ni siquiera puedo acordarme, quien iba como guía de pioneros o responsable de unos niños con los cuales yo compartía la habitación. Ella me llevó a la suya después de acostar a los pequeños, para hacerme —con un desinterés, altruismo y paciencia dignos no obstante de quedar inscritos en la Historia—, aquel martiano favor.

En el 2009 pude llevar a Javier a Santiago de Cuba al mausoleo que guarda los restos de José Martí

En el 2009 pude llevar a Javier a Santiago de Cuba al mausoleo que guarda los restos de José Martí



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